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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Brasil, segunda transición

Ángel Ubide

Muchos han olvidado ya que, hace tan solo veinte años, Brasil era un país azotado por la hiperinflación. Durante la primera mitad de los años noventa experimentó tasas de inflación de hasta el 6.000%. A mitad de esa década, un fuerte plan de estabilización recondujo la actividad a un entorno más estable, y desde inicios del presente siglo ha sido una de las economías de éxito a nivel mundial. Su pertenencia al grupo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), el éxito de la transición política del Gobierno de Lula y unas tasas de crecimiento elevadas en un contexto de estabilidad macroeconómica hicieron de Brasil uno de los destinos favoritos de los inversores.

Pero, como todo, el éxito trae consigo sus peligros. Por un lado, el éxito económico, generado por una acumulación de eventos difíciles de repetir: el boom de los precios de las materias primas, amplificado por el descubrimiento de nuevos yacimientos petrolíferos; la caída permanente de los tipos de interés a medida que el riesgo de inflación (y el riesgo de crisis cambiarias) desaparecía, y la consolidación de una clase media con acceso al crédito, que fomentó un aumento del consumo. Por otro lado, el éxito político de la transición de Lula —recuerden el miedo que había a la llegada al poder de la izquierda en Brasil—, que generó una mejora de la confianza pero creó un sistema de clientelismo basado en el reparto de las riquezas generadas, difícil de sostener en el medio plazo.

La combinación de estos factores llevó a una fuerte apreciación de la moneda. Desde el año 2002, como resultado de los flujos de capital extranjero que querían participar de la bonanza económica, el real se apreció un 160% en 10 años. El resultado fue una moneda sobrevaluada que, según las autoridades brasileñas, ponía en peligro las exportaciones. En este contexto, Brasil fue uno de los primeros países en acuñar el concepto de la guerra de divisas, el proceso por el cual, según su versión, las naciones que estaban poniendo en práctica estrategias de política monetaria de expansión cuantitativa —como EE UU— estaban escondiendo un objetivo real de depreciación competitiva como estrategia de salida de la crisis, con el consiguiente perjuicio para el resto del mundo.

Este victimismo sirvió de justificación para la aplicación de medidas de control de capitales, parcialmente justificadas por el G-7 y el FMI, como medidas de última instancia en casos de excesivos influjos de capital que puedan generar distorsiones económicas. Es cierto que en algunos casos los flujos pueden resultar excesivos y crear problemas —si la apreciación de la moneda es de carácter especulativo, y por tanto susceptible de ser transitoria, puede generar una pérdida de cuota de mercado exportador muy difícil de recuperar una vez que la apreciación se corrija—, y por tanto ciertas medidas correctoras podrían quizás estar justificadas. Pero esto solo debería aplicarse como recurso de última instancia y no como instrumento para enmascarar un conjunto de políticas económicas desequilibradas.

Los largos periodos de bonanza, especialmente causados por eventos positivos pero no repetibles, generan malos hábitos, tanto económicos como políticos

Porque esto último es lo que ha sucedido en Brasil, y ahora está generando preocupación. Tras la crisis de 2008, Brasil, como el resto del G-20, adoptó una estrategia de política fiscal expansiva para sostener la demanda. Esta estrategia fue exitosa. La recuperación económica en 2010 fue muy fuerte, en forma de V, apoyada por la fuerte expansión en China. Sin embargo, la política fiscal se mantuvo expansiva, ya que en 2011 el crecimiento económico se desaceleró fuertemente. Y aquí es donde el problema de análisis comienza a surgir, fruto de los vicios adquiridos durante el periodo de bonanza.

Tras una década de fuerte crecimiento basado en el impulso de la demanda, las autoridades brasileñas se negaron a aceptar que, quizás, había un cambio de régimen, que el crecimiento potencial de la economía era menor de lo que se habían imaginado y que quizás hacía falta considerar una nueva táctica basada en las reformas estructurales y no en la expansión fiscal. La estrategia de controles de capital había permitido enmascarar este dilema: la apreciación de la moneda se debía a una economía fuertemente recalentada que estaba generando alta inflación y que, por tanto, necesitaba altos tipos de interés. La solución era un ajuste fiscal que permitiera unos tipos de interés más bajos y una moneda más depreciada. Pero eso chocaba con el concepto de impulsar la demanda y con la necesidad de sostener un entramado político basado en persistentes subsidios.

El resultado es una economía con un crecimiento actual muy débil, por debajo del 2%, y unas tasas de inflación en torno al 6%, inflación limitada por una serie de medidas de contención de los precios administrados, ya que la inflación de mercado, de los precios no controlados, está cercana al 8%. Es decir, una economía altamente recalentada, lo cual se refleja también en un déficit por cuenta corriente que ha aumentado de manera continua hasta el 3% del PIB y cuya financiación se ha deteriorado, ya que no está plenamente financiado por la inversión directa sino que ahora precisa de flujos de cartera, siempre más volátiles. Quizás no sea una casualidad que la Bolsa brasileña sea la que acumula más pérdidas en lo que va de año en todo el mundo.

Hasta hace poco el Gobierno estaba tranquilo: con elecciones el año que viene, la estrategia era mantener el desempleo bajo y los votantes y grupos de presión contentos con subsidios. Pero hace un par de meses la situación comenzó a cambiar: la tolerancia del banco central con la elevada inflación (interpretada como falta de independencia) se empezó a volver contra el Gobierno, las expectativas de inflación se elevaron (frente a un objetivo de inflación del 4,5% las expectativas a medio plazo se sitúan en el 5,5%-6%) y los mercados empezaron a darse cuenta del complejo cuadro macroeconómico brasileño. La consiguiente depreciación del real, que no se ha frenado a pesar de la eliminación de los controles de capital, no ha hecho más que aumentar los temores inflacionistas. Las protestas callejeras contra el Gobierno de Dilma Roussef, iniciadas como protesta ante el aumento de los precios del autobús, pero rápidamente generalizadas, son tan solo la manifestación del descontento de la población con este inestable cuadro macroeconómico.

Los largos periodos de bonanza, especialmente causados por eventos positivos pero no repetibles, generan malos hábitos, tanto económicos como políticos. Lo hemos visto en España y en otros países europeos, y lo estamos empezando a ver en algunos países emergentes. Brasil tiene que aceptar que tiene que cambiar la hoja de ruta, que el modelo económico del pasado basado en la expansión de la demanda ya no sirve, que hay que acometer un ajuste fiscal y estructural que seguramente tendrá consecuencias políticas, ya que habrá ganadores y perdedores. La primera transición hace un par de décadas, tanto económica como política, fue un éxito. Ahora toca consolidarla, algo mucho más difícil.

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