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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Canción triste del dinero caliente

Independientemente de cuáles sean las consecuencias finales de la crisis de Chipre —sabemos que van a ser negativas; simplemente no sabemos con exactitud la forma negativa que adoptarán—, hay algo que parece seguro: por el momento, y probablemente en los años venideros, la nación isleña tendrá que mantener unos controles bastante draconianos sobre los movimientos de capital hacia dentro y fuera del país. De hecho, es muy posible que los controles ya estén en vigor cuando ustedes lean esto. Y eso no es todo: dependiendo de cómo evolucione esto exactamente, es muy posible que los controles chipriotas sobre el capital cuenten con la bendición del Fondo Monetario Internacional (FMI), que ya respaldó controles similares en Islandia.

Este es un giro bastante sorprendente. Señalará el fin de una era para Chipre, que a efectos prácticos se ha pasado la última década anunciándose como un lugar en el que los ricos que quisieran evitar los impuestos y el escrutinio podían aparcar su dinero de forma segura, sin que se les hiciesen preguntas. Pero puede que también señale al menos el principio del fin de algo mucho más grande: la época en la que el libre movimiento de capitales se consideraba una norma deseable en todo el mundo.

No siempre fue así. Durante las dos primeras décadas después de la Segunda Guerra Mundial, los límites a los flujos de dinero transfronterizos se consideraban en general una buena política; eran más o menos universales en los países más pobres y también estaban presentes en la mayoría de los países más ricos. Reino Unido, por ejemplo, limitó las inversiones en el extranjero de sus residentes hasta 1979; otros países desarrollados mantuvieron las restricciones hasta bien entrada la década de los ochenta. Incluso EE UU limitó brevemente las salidas de capital durante los años sesenta.

Con el tiempo, sin embargo, estas restricciones dejaron de estar de moda. En cierta medida, esto reflejaba el hecho de que los controles sobre el capital pueden tener ciertos costes: imponen una carga adicional de trámites burocráticos, dificultan las operaciones de las empresas, y los análisis económicos convencionales dicen que deberían tener un efecto negativo en el crecimiento (aunque en las cifras resulta difícil detectar este efecto). Pero también reflejaba el auge de la ideología del libre mercado, la suposición de que si los mercados financieros quieren mover dinero a través de las fronteras, deben tener una buena razón para ello, y los burócratas no deben interponerse en su camino.

Chipre tendrá que mantener unos controles bastante draconianos sobre los movimientos de capital hacia dentro y fuera del país

Como consecuencia, a los países que tomaron medidas para limitar los flujos de capital —como Malasia, que impuso el equivalente a un toque de queda para las fugas de capital en 1998— se les trató casi como a parias. ¡Sin duda serían castigados por desafiar a los dioses del mercado!

Pero lo cierto, por mucho que a los ideólogos les cueste aceptarlo, es que el libre movimiento de capitales cada vez se parece más a un experimento fallido.

Ahora resulta difícil de imaginar, pero durante más de tres décadas tras la Segunda Guerra Mundial apenas se produjeron crisis financieras como estas a las que últimamente nos hemos acostumbrado tanto. Sin embargo, desde 1980 la lista es impresionante: México, Brasil, Argentina y Chile en 1982; Suecia y Finlandia en 1991; México otra vez en 1995; Tailandia, Malasia, Indonesia y Corea en 1998; Argentina otra vez en 2002. Y, por supuesto, la oleada de desastres más reciente: Islandia, Irlanda, Grecia, Portugal, España, Italia, Chipre.

¿Cuál es el denominador común de estos episodios? Generalmente se le echa la culpa al despilfarro fiscal; pero de toda esta lista, ese argumento solo sirve para un país: Grecia. Los banqueros sin control son un argumento mejor; desempeñaron una función importante en varias de estas crisis, desde Chile hasta Chipre, pasando por Suecia. Pero el mejor indicio para predecir una crisis son las grandes entradas de capital extranjero: en todos salvo en dos de los casos que acabo de mencionar, la crisis fue consecuencia de la llegada al país de una avalancha de inversores extranjeros, seguida de su desaparición repentina.

Naturalmente, no soy el primero que se da cuenta de la correlación existente entre la liberación de los capitales mundiales y la proliferación de las crisis financieras; Dani Rodrick, de Harvard, empezó a dar la voz de alarma allá por los años noventa. Sin embargo, hasta hace poco tiempo era posible sostener que el problema de las crisis se restringía a los países más pobres, que las economías más ricas eran de algún modo inmunes a los vaivenes provocados por esos inversores mundiales que pasan del amor al odio. Aquel era un pensamiento reconfortante; pero los apuros de Europa demuestran que era solo una ilusión.

Y no se trata solo de Europa. En la última década, también EE UU ha conocido una enorme burbuja inmobiliaria alimentada por el dinero extranjero, seguida de una horrible resaca tras el estallido de la burbuja. El daño se ha visto mitigado por el hecho de que los préstamos los adquirimos en nuestra propia moneda, pero, aun así, ha sido nuestra peor crisis desde los años treinta.

¿Y ahora qué? No espero ver un rechazo repentino y generalizado de la idea de que el dinero debe ser libre para ir adonde quiera cuando quiera. Sin embargo, sí puede que haya un proceso de erosión, a medida que los Gobiernos intervengan para limitar tanto el ritmo de entrada del dinero como la velocidad de salida. Podría decirse que el capitalismo mundial va camino de volverse considerablemente menos mundial.

Y eso está bien. Ahora mismo, los viejos tiempos en los que no era tan fácil mover grandes cantidades de dinero a través de las fronteras nos parecen bastante buenos.

Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008.

© New York Times Service 2013.

Traducción de News Clips.

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