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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El euro fuerte: falsos temores y peligros reales

El alza se explica en parte por la recuperación de la confianza de la que se beneficia la eurozona

Jean Pisani-Ferry

Los dirigentes franceses, encabezados por François Hollande, se alarman por la subida del euro. Sus homólogos alemanes replican que no está sobrevalorado. ¿Quién tiene razón? El asunto es lo bastante complicado como para merecer una respuesta en varios tiempos.

Primero, ¿qué dicen las cifras? A 1,35 dólares por euro, la moneda europea todavía está muy por debajo de los 1,55 dólares de la primavera de 2008. Con respecto a los 20 socios de la eurozona, y una vez corregidas las inflaciones relativas, el cambio es mucho más bajo que en 1994-1996 o 2006-2008. Berlín tiene razón: no hay por qué alarmarse.

Segundo, ¿cuál es la tendencia? Hasta las declaraciones que hizo Mario Draghi el jueves 7 de febrero, la apreciación era clara: en julio de 2012, el euro estaba a 1,20 dólares. El alza se explica en parte por la recuperación de la confianza de la que se beneficia la eurozona y el regreso de los capitales, especialmente estadounidenses, que habían huido de ella. La infravaloración reflejaba un indicio de la escisión de la unión monetaria. No nos lamentemos de que se corrija.

Tercero, ¿existe un riesgo de guerra de las monedas? Es verdad que la crisis ha cambiado a los bancos centrales. En otoño de 2011, el Banco Nacional suizo fijó un límite en el tipo de cambio frente al euro. En diciembre de 2012, la Reserva Federal anunció que mantendría los tipos de interés a cero mientras la tasa de desempleo siguiese siendo superior al 6,5%. En enero, el primer ministro Abe conminó al Banco de Japón a alcanzar el 2% de inflación y pidió al gobernador que le rindiese cuentas trimestralmente de sus resultados. Y la semana pasada, Mark Carney, que en julio tomará las riendas del Banco de Inglaterra, declaró que los conceptos actuales de política monetaria merecían debatirse. Ninguna de estas decisiones acaba formalmente con la primacía de la estabilidad de los precios que predomina desde la década de 1980, pero todas ellas reflejan el aumento de otras preocupaciones y la aceptación de un cierto riesgo de inflación de los precios de los bienes o de los activos.

Al igual que muchas economías continentales, la eurozona es relativamente poco abierta: exporta e importa del orden de una cuarta parte de su PIB

Cuarto, ¿va a pagar la eurozona el precio de la ortodoxia? Frente a la crisis financiera, y luego frente a la del euro, el Banco Central Europeo (BCE) desmintió las caricaturas mostrándose atrevido. Pero aunque no ha dudado en proporcionar liquidez a los bancos y en luchar contra la fragmentación de la eurozona, se ha mostrado más tradicionalista en materia de estímulo macroeconómico. El aumento del tamaño de su balance no debe llevar a engaño: su objetivo no es, como el de la Reserva Federal, recuperar la economía, sino paliar los fallos del mercado interbancario. En términos técnicos, el BCE lleva a cabo una política de liquidez heterodoxa, pero su política monetaria sigue siendo más bien ortodoxa. Además, cuanto más ponen en tela de juicio los halcones del Bundesbank las acciones que lleva a cabo para preservar la integridad de la eurozona, más obligado se ve Mario Draghi a mostrarse estricto en lo relativo a la inflación. De ahí que exista un riesgo en el cambio, frente a otros bancos centrales que hoy en día son menos puntillosos.

Quinto, ¿sería grave un euro sobrevalorado? Al igual que muchas economías continentales, la eurozona es relativamente poco abierta: exporta e importa del orden de una cuarta parte de su PIB. El impacto de las variaciones del cambio es por tanto limitado. Sin embargo, es una economía dividida en dos, entre un norte próspero que roza el pleno empleo y un sur sumido en una profunda recesión. Esto no puede durar mucho tiempo. Ahora bien, tanto Zsolt Darvas, de Bruegel, como Gian Maria Milesi Ferretti, del Fondo Monetario Internacional, han demostrado que la recuperación del sur no podía producirse solo con respecto al norte: para enjugar sus déficits y reconstruir su economía, España o Italia —y Francia también— tienen que exportar más al exterior. Un euro a 1,50 dólares pondría en riesgo este reequilibrio.

Sexto, ¿qué hacer? La idea de una política de cambio del euro que dominase la política monetaria es un viejo sueño francés que Alemania ha truncado desde el primer día: la primacía del objetivo interno sobre el objetivo externo es constitutiva del euro. Las declaraciones del G-7 o del G-20, e incluso las intervenciones concertadas en los mercados, solo pueden ser eficaces si corrigen unas percepciones equivocadas; no servirán de nada si las previsiones de divergencias en las políticas monetarias están justificadas.

La verdadera esperanza pasa primero por que el BCE tenga en cuenta el cambio en su apreciación de los riesgos económicos. Todavía puede bajar los tipos y Mario Draghi no lo ha descartado. A continuación, los bancos centrales tienen que ponerse de acuerdo sobre el grado aceptable de diferenciación de sus políticas, pero tienen que seguir siendo lo suficientemente coherentes entre ellas para no dar lugar a una guerra de las monedas. Eso es menos seguro porque, si bien han sabido coordinarse desde hace más de 20 años, todas estas instituciones están políticamente debilitadas. Tanto entre ellas como en el seno de un G-20 en vías de decadencia acelerada, los cimientos de la cooperación internacional se resquebrajan. Ahí está el verdadero peligro.

Traducción de News Clips.

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