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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La vela eléctrica

Propone un refrán castellano “que cada palo aguante su vela”, una frase tan escueta como justa. Sin embargo, la vida y la realidad económica no siempre son tan claras y tajantes, ni tan justas tampoco. En el terreno de la política energética española, quién aguanta qué velas es algo que no viene regido por el sentido común y la justicia, sino que es fruto de una acumulación de decisiones políticas de distinto signo que con el correr de los tiempos están empujando a que nuestro país tenga una de las energías más caras de su entorno.

En España vivimos una llamativa y gravosa paradoja: se produce electricidad a un precio inferior al de la media europea, pero los consumidores la pagan más cara que la media de los ciudadanos de La Unión. ¿Cómo es posible? ¿Por qué ocurre eso? La respuesta se encuentra, o se esconde, según se mire, dentro del recibo de la luz. Un recibo que tiene dos partes claramente diferenciadas. Aproximadamente, la mitad de su importe corresponde al pago de la energía, y la otra mitad, a los “peajes”, concepto que engloba los costes derivados de todas las decisiones de política energética adoptadas a lo largo de los años. Ahí están las subvenciones a las energías renovables o al consumo del carbón nacional o la anualidad del déficit de años anteriores.

Para más inri, ese elevado precio que se paga en España por la electricidad no llega ni siquiera para cubrir el conjunto de los costes regulados del suministro (el de los peajes), sino que anualmente se genera un déficit que solo en 2012 ascendió a 5.200 millones de euros.

Y ¿quién aguanta esas velas? Pues la verdad es que el reparto resulta de lo más desigual y arbitrario. La vela mayor, la del déficit, la financian desde hace 12 años las cinco grandes empresas eléctricas, obligadas a actuar como banqueros de los sucesivos Gobiernos y a asumir las consecuencias de la concesión de cuantiosas subvenciones a tecnologías inmaduras como las solares. Hoy en día, las compañías asociadas en Unesa acumulan por este concepto una deuda de 9.400 millones, lo que les supone un coste financiero añadido y una mayor deuda en sus balances.

Las empresas eléctricas también asumen las consecuencias de las cuantiosas subvenciones a tecnologías inmaduras

Los otros paganos, los que aguantan la vela del precio, son los consumidores y las industrias, que afrontan el pago de una electricidad cara y abonan un recibo que ni siquiera cubre todos los costes que se generan. Cada hogar español paga anualmente, además de toda la energía que consume, una cantidad (en torno a 8.500 millones de euros en 2012) para subvencionar las energías renovables. En concreto, la energía solar (fotovoltaica y termosolar eléctrica) carga cada año los recibos de la luz con 4.100 millones de euros en subvenciones, pese a que su aportación a la cobertura de la demanda es de menor rango. Por seguir apuntando paradojas, la energía solar aporta solamente el 4% de la energía producida y es uno de los principales causantes del déficit. Decisiones políticas precipitadas han hecho que España haya incorporado anticipadamente y de forma masiva tecnologías inmaduras como las mencionadas. Si, por el contrario, este proceso se hubiera llevado a cabo de manera más racional, a la luz de su desarrollo tecnológico y, por tanto, de su grado de competitividad, el coste sería sustancialmente más bajo, y la consecución del objetivo de renovables a 2020 se podría cumplir con un coste mucho menor para el país y para los consumidores de electricidad.

El Gobierno actual parece ser consciente de la gran patata caliente que se ha encontrado en este terreno, ya que solo hay dos medidas posibles para atajar el déficit generado en los costes regulados, y en particular por las primas a las energías solares: subir el recibo de la luz y moderar las primas a las renovables, y ambas supondrían un gran desgaste.

Aunque la electricidad tiene un efecto limitado sobre la economía de las familias y las empresas españolas, el incremento de su precio irrita a la opinión pública. La electricidad supone únicamente el 2,5% del gasto familiar —frente al 4,4% que suponen los carburantes o el 3% que supone la telefonía— y el 1,4% del gasto de explotación de las empresas. Además, el precio de la electricidad ha crecido mucho menos que el de los demás productos y servicios energéticos: el gasóleo ha subido el doble que el de la electricidad, y el de la gasolina, un 40% más en los últimos años.

Podríamos tener la tentación de pensar que una solución posible es la de mantenello y no enmendallo. Si hasta ahora las cosas han funcionado así, ¿por qué no seguir con ellas tal cual? Hay varias razones para que esta vía del inmovilismo no sea factible. Tampoco parece prudente adoptar medidas que lleven a una situación crítica al sector eléctrico nacional, un sector con 37.000 trabajadores directos y otros 130.000 indirectos e inducidos, que tiene encomendado desarrollar un servicio esencial como es el suministro eléctrico.

La afirmación está tan lejos de nuestras percepciones de la realidad que puede resultar sorprendente, pero los datos son los datos. Los nuevos impuestos decretados por el Gobierno para la generación hacen que una gran parte de las instalaciones produzcan con pérdidas, una situación que resulta insostenible en el medio plazo para los accionistas de unas compañías que cotizan en Bolsa, para los clientes y para la economía del país.

En el mundo desarrollado, la calidad de vida suele llevar aparejado un importante consumo de energía, y nadie quiere renunciar a su bienestar, que se deteriora cuando la falta de inversiones deja de garantizar la continuidad y la calidad del suministro. Hoy en día, una situación así parece muy poco probable, porque, como consecuencia de la crisis, el consumo eléctrico ha descendido. Pero ¿por cuánto tiempo? La política energética es estratégica para un país con una visión a largo plazo, y el nuestro necesita un marco capaz de arbitrar un sistema sostenible y competitivo que garantice la calidad y continuidad del suministro, el crecimiento, la competitividad industrial y la posibilidad de que las empresas eficientes sean capaces de conseguir una rentabilidad razonable con la venta de sus servicios, aunque sean eléctricos.

Ángel Vivar es director de política energética y desarrollo sostenible de Unesa.

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