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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pensiones sin actualizar: ¿improvisación o engaño?

Valeriano Gómez

El viernes 1 de diciembre pudimos conocer, tras una espera de casi seis meses, cuál será la actuación del Gobierno en una materia, la revalorización de las pensiones, sobre la que resulta difícil exagerar su importancia. Aunque la democracia es también, y sobre todo, un régimen de formas —y hay que reconocer que en esta cuestión el Gobierno ha superado hasta rozar el esperpento todas aquellas que resultan exigibles—, la intención de las reflexiones que siguen quieren centrarse sobre todo en el fondo de lo que ha sucedido en estos meses alrededor de un asunto tan crucial.

Durante la discusión parlamentaria de los Presupuestos Generales del Estado, fuimos algunos los que advertimos de la preocupante fantasía en la que se basaban las cifras que se contemplaban para nuestro sistema de pensiones (y también, debo recordarlo, para el sistema de protección por desempleo). El gasto en pensiones estaba infravalorado en más de 3.000 millones, y los ingresos ignoraban lo que estaba ya ocurriendo con la intensa caída de la afiliación (en los 10 meses primeros del año se perdieron casi 500.000 cotizantes), de forma que en nuestra opinión —así lo dijimos entonces— faltarían no menos de 4.000 millones de euros en la recaudación de la Seguridad Social, con lo que el déficit final llegaría a los 7.000 millones de euros, sin contar otros 4.000 millones que faltaban en el Presupuesto de la protección a los desempleados.

La respuesta del Gobierno, que calificaba de innecesariamente alarmista la visión del principal partido de la oposición, enfatizaba la herencia recibida (una herencia que en el caso de la Seguridad Social también incluía más de 67.000 millones de euros acumulados en el Fondo de Reserva que no habían sido utilizados por el Gobierno anterior en lo peor de la crisis) y las dificultades que comenzaban a surgir en el sistema, que presentaba ahora un déficit que había comenzado a fraguarse en el último trimestre de 2011.

A la vuelta del verano, el Gobierno preparó una verdadera ceremonia de la confusión 

Pese a ello, y aunque las previsiones de crecimiento del IPC al final de noviembre ya eran muy altas, durante el mes de julio se remitió a Bruselas una proyección presupuestaria para 2013 y 2014 que contemplaba una bajada en las cotizaciones sociales de un punto en 2013 (que costaría alrededor de 3.500 millones) y de dos puntos en 2014 (que supondría en torno a 6.500 millones más, dado el ritmo de descenso del empleo en el periodo). Entonces el partido socialista planteó que no se negaba a producir, en el contexto de una discusión global de rentas y salarios en la que estuvieran también las organizaciones sindicales y empresariales, un debate de fondo sobre cotizaciones sociales e impuestos, pero que nos parecía suicida para el sistema público de pensiones bajar de esa forma las cotizaciones sin establecer ingresos alternativos en un contexto en el que además las cifras de afiliación caían de forma abrupta (tampoco ellas parecían haber percibido el cambio de Gobierno producido hace ahora casi un año).

Por fortuna, y todavía no sabemos muy bien por qué —dado que, como suele ser habitual, aquí nadie dice nada cuando se propone y tampoco cuando se dispone—, aquella rebaja de cotizaciones no se produjo. Pero lo que a continuación sucedió es toda una serie de propuestas a medias, casi siempre informales y poco matizadas, sobre aspectos centrales del Acuerdo Económico y Social que el Gobierno y los interlocutores sociales habían alcanzado en febrero del año pasado y que dio pie a una ley de reforma de nuestro sistema de pensiones que entrará en vigor a comienzos de 2013.

Y junto a ello, aunque todavía no sabemos bien cuáles eran sus intenciones más o menos confesadas, a la vuelta del verano lo que el Gobierno preparó es una verdadera ceremonia de la confusión respecto a cómo y hasta dónde se actualizarían las pensiones, una vez que se conociera el IPC de noviembre, para el que se esperaba una desviación de más de dos puntos sobre el crecimiento inicial que las pensiones habían tenido a comienzos de año (el 1%). En esta infausta ceremonia oficiaron casi todos los miembros del Gobierno (me parece que en esta ocasión se salvaron los ministros de Educación y de Justicia, que ya tenían bastante con sus cosas). Ninguno decía lo mismo que su compañero de Consejo de Ministros: se revisarían con normalidad, como siempre, decían unos; otros, que algo habría que hacer; que subirían como lo hiciera “la vida”, decía la vicepresidenta del Gobierno; o que había que implantar un IPC que no tuviera en cuenta las subidas de impuestos y revisar así las pensiones, como sugirió el ministro de Economía.

A la vista de lo sucedido, parece obvio que el objetivo era entretenernos a todos, al menos hasta que pasaran las elecciones, primero en Galicia y en el País Vasco, y después en Cataluña. No es la primera vez que el Gobierno lo hacía este año. Hace unos meses lo hizo con los Presupuestos Generales del Estado. Deberíamos haberlo imaginado, es verdad. Pero a uno siempre le quedaba la esperanza de que si esperaban tanto tiempo para informar a los ciudadanos, también podría ser debido a la intención de conocer la magnitud del coste o incluso para forzar a la baja el IPC (como lo han hecho en noviembre con el precio de los carburantes) y así abaratar el coste de la actualización.

Y sin embargo, cuando la factura se abarata en más de 1.200 millones de euros (entre la actualización y la consolidación en la nómina del año que viene) como consecuencia de la caída inducida en el IPC por la positiva evolución del precio de los carburantes, lo que hace el Gobierno es rechazar de plano cualquier tipo de actualización. Ni mucha, ni poca. Ni quitando el impacto del IVA, ni dejándolo. Ni media paga, ni una entera. Nada de nada. Así ha terminado, por ahora, esta triste historia.

Ya hemos tenido suficientes errores en estos 11 meses. Es mejor guardar los aciertos para reformar nuestro Estado del Bienestar

No es necesario recordar aquí lo obvio. Durante el periodo 2004 a 2011, nuestro sistema de pensiones completó un proceso de crecimiento de las pensiones mínimas imprescindible para dignificar a casi tres millones de pensiones cuya cuantía se había deteriorado de una forma intensa durante la década anterior. En términos nominales, las pensiones mínimas subieron más de un 50% en esos siete años, y su poder adquisitivo mejoró en más del 26%. En España, el objetivo de nuestra política de pensiones, al menos desde 1995, no es mejorar el poder adquisitivo de las pensiones contributivas (las que están por encima del mínimo), sino mantenerlo a salvo de la erosión de su poder de compra. Las pensiones contributivas se congelaron en 2011 —no así las pensiones mínimas—, pero como habían ganado poder adquisitivo en 2009 (porque subieron 1,7 puntos más que los precios, que solo crecieron el 0,3% en ese año), la pérdida final de poder de compra fue del 1,2% en todo el periodo.

Con una sola decisión adoptada durante el primer año de Gobierno, el PP ha recortado más las pensiones contributivas que lo que perdieron tras la congelación de 2011. Una congelación aquella que, conviene recordarlo más allá de sus efectos, fue anunciada siete meses antes de que se produjera. Pero de la misma forma que una mentira no debe convertirse en verdad a base de repetirla, aquella congelación no debe ocultar la política de mejora de las pensiones mínimas más intensa en la historia de nuestro sistema de pensiones abordada entre 2004 y 2011. Ni tampoco que, de media, el conjunto de las pensiones, las mínimas y las contributivas, se revalorizaron hasta mejorar el 6,3% su poder adquisitivo durante las dos anteriores legislaturas.

Por supuesto, nadie puede permanecer ajeno a los problemas que surgirán en nuestro sistema de pensiones si la destrucción de empleo continúa con la misma intensidad durante los próximos años. Por eso es tan importante encontrar una salida a una situación que solo empeorará si se insiste en imponer un ajuste que se hace más destructivo en la medida en que se produce a la vez en el conjunto de la economía europea.

Ni los interlocutores sociales, sindicatos y empresarios, ni los partidos políticos pueden ser convidados de piedra de una política de reformas que acumula casi 20 años de consenso y de compromiso con un pilar fundamental del Estado social. Si el Gobierno ha acariciado la idea de hacer lo que pretende, romper el Acuerdo Social y Económico de 2011 sin hablar con nadie, es mejor que la abandone pronto. Ya hemos tenido suficientes errores en estos 11 meses. Por eso es mejor que guardemos los aciertos para reformar desde el diálogo y la concertación política y social lo mejor de nuestro Estado de bienestar. J

Valeriano Gómez es economista y portavoz del Grupo Parlamentario Socialista en la Comisión de Economía.

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