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Columna
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Los dioses deben estar locos

El autor analiza las consecuencias de la propuesta de rescate del Banco Central Europeo

Emilio Ontiveros

En unas horas, las transcurridas entre la conclusión de la rueda de prensa que ofreció el presidente del BCE al término del Consejo de Gobierno y la apertura de la jornada en Europa, los mercados financieros pasaron del desplome a una súbita y no menos pronunciada recuperación, sin que mediaran mensajes adicionales a los transmitidos en esa comparecencia. El veredicto de los dioses de cuyo escrutinio depende el comportamiento de las economías, el bienestar de sus ciudadanos, cambio su tenor al reinterpretar alguna de las informaciones relevantes emitidas por el BCE. Las cotizaciones de los activos de renta fija y de renta variable de las economías más amenazadas se dieron literalmente la vuelta, como si anticiparan nueva información de relevancia suficiente como para amparar esa rápida transición de un escenario cercano a la catástrofe a la ausencia de amenazas.

Dos cuestiones se suscitan a la hora de interpretar esa espasmódica reacción. La primera nos remite a la eficiencia de los mercados. La otra, a la claridad y suficiencia de los mensajes del BCE. Ambas avalan el escepticismo con el que se contemplan dos aspectos considerados claves en esta crisis: la infalibilidad de esos dioses financieros y las habilidades de quienes son sus principales orientadores.

La decepción inicial estaba justificada: en el mejor de los casos, la última declaración del presidente del BCE prolongaba la interinidad en el tratamiento de la inestabilidad financiera dominante. Una semana antes había pronunciado esa contundente “lo que sea necesario” que fue interpretada como la inequívoca disposición a enmendar la plana a unos mercados de bonos que “no funcionaban correctamente”. Las cotizaciones de los títulos del Tesoro español e italiano, además de poco consistentes con los fundamentos económicos y fiscales de ambas economías (el FMI dixit), constituyen una seria perturbación a la transmisión de las decisiones de política monetaria. Son expresivos de serias amenazas de fragmentación en el seno del área monetaria, de un cuestionamiento sobre la irreversibilidad de la propia moneda única. Aunque tardío, era acertado ese reconocimiento de Dragui. Además de encarecer las subastas en el mercado primario de títulos públicos, esos niveles de tipos de interés inhiben las decisiones de inversión de las empresas y la necesaria recuperación. En contraste con el anuncio del BCE, hace un año, de compra de bonos de esas dos economías, ahora sus Gobiernos exhiben un amplio y severo repertorio de ajustes santificados hace apenas unos días por el propio FMI. Si los mercados financieros están enloquecidos o amparan sus deprimentes precios en presunciones infundadas, nada más oportuno que la actuación de las autoridades.

Y así lo asimilaron los operadores financieros: los vendedores se replegaron alejando las tasas de interés de los bonos españoles e italianos de esos niveles próximos a los umbrales de intervención formal. La expectativa creada era de una reacción contundente en la reunión del Consejo de Gobierno del BCE del pasado jueves. En su lugar, solo hubo una repetición de aquellas intenciones, con algo más de concreción, pero distante en todo caso de una acción inmediata. Los dioses reaccionaron con furia: volvieron a las andadas vendedoras de activos españoles e italianos, infligiendo un castigo particular a los valores bancarios. Una lectura más detenida de algunos de esos mensajes, fundamentalmente la disposición a intervenir en los tramos cortos de la curva y la admisión de la no prelación como acreedor frente al resto de los inversores, han sido procesadas favorablemente, ayudando a explicar el espasmo alcista de la jornada del viernes. Cuestionable eficiencia la de estos mercados: limitada capacidad para reflejar de forma inmediata en la formación de precios toda la información relevante. Razones adicionales, en definitiva, para convenir en que a los mercados financieros no se les puede dejar solos.

Esto nos remite a la segunda de las cuestiones antes suscitadas: la cuestionable actuación de la principal institución económica europea, sin duda la más dirimente en los momentos actuales. No solo a su retórica, a una política de comunicación de efectos como los observados, sino al procedimiento arbitrado para su intervención: a su credibilidad, en definitiva. Esa institución mejor que nadie conoce los costes de la inacción, de la prolongación de la pesadilla europea. Demorar la concreción de los necesarios apoyos no está en modo alguno justificado y sería de todo punto compatible con las nuevas exigencias de actuación de los fondos de rescate. Sus actuaciones, sobre el precio del dinero y sobre las cantidades a inyectar, han de ser tan contundentes como las amenazas ya explícitas a la viabilidad de zona monetaria que legitima a esa institución.

Ahora corresponde a los Gobiernos más afectados, desde luego al español, acelerar la tramitación de esas peticiones de asistencia, con el fin de reducir la prolongación de esta precaria interinidad en la que sigue inmersa la gestión de la más severa crisis que ha sufrido la UE desde su creación y la economía española desde la restauración de la democracia. Muy probablemente se nos exigirá una condicionalidad (“estricta y efectiva”, recordaba el presidente del BCE) adicional a la asociada a la línea de crédito para la recapitalización del sistema bancario. La capacidad de maniobra del Gobierno no es grande. Por ello, debería mostrar también una más activa disposición a recabar los máximos apoyos políticos para lo que va a ser una larga transición hasta la recuperación del crecimiento económico. La condición necesaria para ello no es otra que el fortalecimiento de la muy erosionada confianza, de los inversores internacionales, pero muy especialmente de las familias y empresas españolas.

Emilio Ontiveros es presidente de Analistas Financieros Internacionales (AFI).

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