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Tribuna
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YPF: una historia de modales e intereses

Los países pueden ser nacionalistas si no ofenden los agentes económicos más relevantes

Los buenos modales sirven para disimular relaciones desiguales de poder. Para muchos es más fácil tolerar minorías raciales si tienen los buenos modales de no vestir trajes exóticos o tolerar a los homosexuales si tienen los buenos modales de no salir a la calle con sus parejas. Algo similar ocurre en el orden económico internacional. Los países tienen el derecho de ser nacionalistas, siempre y cuando mantengan los buenos modales y no ofendan a los agentes económicos más relevantes.

De ahí la reacción airada del Gobierno español y Repsol ante la decisión del gobierno argentino de expropiar la participación accionaria de ésta última en la empresa petrolera YPF. El problema no es, se dice, que Argentina haya optado por renacionalizar aquellas acciones, un derecho que todos le reconocen. El problema radica en el procedimiento, la falta de modales.

Por ejemplo, es de celebrar que Argentina haya logrado una democracia más duradera que los experimentos efímeros de otras décadas. Pero fue una falta de modales llevar este asunto al Congreso, donde la expropiación cuenta con un respaldo abrumador, incluso de los partidos de la oposición, cuando todo hubiera podido hacerse más discretamente si el Gobierno simplemente comprara su participación en YPF a través de la Bolsa.

Es comprensible la cólera de Repsol. Pero a veces surge un desfase entre lo que ordenan los buenos modales y los imperativos de la cruda racionalidad. Si el Gobierno argentino hubiera comprado la participación accionaria de Repsol a precio de mercado, como lo pretende la empresa, habría cometido dos errores: uno político y otro económico. Políticamente hubiera sembrado entre la población argentina serias dudas sobre si defendió a cabalidad los intereses del país.

Si el Gobierno argentino hubiera comprado la participación accionaria de Repsol a precio de mercado, como lo pretende la empresa, habría cometido dos errores: uno político y otro económico

El error económico es un poco más sutil pero no menos importante. El valor de mercado de YPF depende de muchas variables más allá de la mera existencia de reservas petroleras. Depende en parte, de la demanda doméstica argentina que a su vez depende, por ejemplo, del nivel de demanda agregada (energética y no energética) del país o de su infraestructura vial. Es decir, el valor de mercado de YPF refleja la contribución de Repsol, pero también la contribución de la economía argentina en su conjunto del mismo modo que el precio de una casa refleja los materiales de la construcción y la calidad urbanística de su entorno. Hubiera sido un costoso error del Gobierno argentino haber comprado el paquete accionario a un precio que incluye una valorización generada por él mismo. Era inevitable que la expropiación de Repsol resultara contenciosa. No había espacio para buenos modales.

Así como sin buenos modales no es posible la convivencia, sin seguridad jurídica no es posible la inversión extranjera. Ese es un argumento que goza de mucha aceptación en varios círculos de opinión. Pero si alguna lección deja este episodio es que la seguridad jurídica, al igual que la salvación del alma, es algo que todos añoran pero nadie sabe como alcanzar.

Si ya se reconoce, como los propios dirigentes de Repsol lo hacen, que un Estado tiene derecho a expropiar inversionistas privados en determinadas circunstancias, queda claro que la seguridad jurídica no es inseparable del entorno político. Eso lo sabe todo inversionista serio. Por eso en todas las democracias del mundo las empresas tratan de mantener cierto nivel de legitimidad que les permita conservar apoyos clave a la hora de librar un pulso con el Gobierno. Si de conservar los derechos de propiedad se trata, ni el más sofisticado andamiaje jurídico sirve cuando se pierde el pulso político. Dada la reconocida competencia y el profesionalismo de Repsol, es de esperar que cuando compraron su paquete accionario en YPF lo hicieron a un precio que reflejara este riesgo.

Así como sin buenos modales no es posible la convivencia, sin seguridad jurídica no es posible la inversión extranjera. Ese es un argumento que goza de mucha aceptación en varios círculos de opinión

Pero, al margen de los buenos modales, ¿qué riesgos implica esta nacionalización para Argentina? En primer lugar, la petrolera podría encontrarse frente a un problema de descapitalización. Se argumenta que la desconfianza derivada de la expropiación cerraría las puertas de muchos inversores, cuestión de suma importancia dada la necesidad de financiar la exploración y explotación del yacimiento petrolífero Vaca Muerta, recientemente descubierto en la Patagonia. Habrá que ver qué tan plausible es esa amenaza dado el suculento potencial de tal yacimiento. Los últimos datos estiman reservas de 22.500 millones de barriles. Ante tanto petróleo, y tantas fuentes de capital público y mixto que han surgido recientemente (por ejemplo de China), es dudoso que quienes profieren amenazas hoy puedan mañana imponer a rajatabla tanta disciplina entre los inversionistas. De hecho, ya sabemos que la compañía china Petrochemical Corp podría invertir 10.000 millones de dólares en la nueva YPF. Al final de cuentas, it’s just business.

En segundo lugar, la experiencia dicta que la gestión de la petrolera, ahora en manos públicas, podría llegar a degradarse. Las ineficiencias de las empresas públicas en América Latina en el pasado son harto conocidas. De aquellos polvos, los lodos de las privatizaciones de los noventa. Pero también hay que tener en cuenta el riesgo contrario. La gestión privada en algunos sectores genera ineficiencias y los recursos minerales no son la excepción. Incentivos a la sobreexplotación de pozos, desinterés en la exploración de largo plazo, daños ambientales son algunos de los problemas típicos de sistemas petroleros de mercado. En teoría, estos problemas de gestión privada se podrían resolver mediante regulaciones. Pero en la práctica, dichas regulaciones requieren, al igual que la nacionalización, de Estados competentes con buena capacidad técnica. Si el Estado es deficiente, privatice o nacionalice, la sociedad saldrá perdiendo.

Por último, si bien en muchas latitudes la afluencia de rentas petroleras ha terminado por destruir cualquier vestigio de sana gobernanza en la medida en que una cleptocracia se puede mantener en el poder mientras el nivel de vida de la población declina persistentemente. ¿Se dirigirá Argentina por ese camino? Muchos analistas ya vaticinan que sí, pero hay razones para la cautela.

Si la globalización ha de coexistir con Estados democráticos, hay que entender que tanto empresas como gobiernos tienen intereses estratégicos legítimos que chocan

Es verdad que el sistema político argentino mantiene niveles de clientelismo y corrupción escandalosos (cosa a la cual no escapa el kirchnerismo). Pero la historia reciente enseña varias lecciones. En primer lugar, para bien y para mal, las provincias han ejercido un papel de contrapeso al poder presidencial. La actual ley de expropiación refuerza esa tendencia concediéndoles a éstas el 25% de las acciones de Repsol (casi la misma porción que la que conserva el Gobierno federal). Además, introduce sobre ese 25% un mecanismo de toma de decisiones por unanimidad, lo que disciplina al Gobierno federal al limitar su capacidad de interferir en el manejo de los recursos comprando lealtades electorales de algunas provincias a expensas de otras. Es fácil encontrar defectos en este arreglo. Pero la concentración de poder en manos federales no es uno de ellos.

En segundo lugar, Argentina es una sociedad cada vez más moderna; cada vez más argentinos viven en ciudades en crecimiento y disponen de más capital humano que en épocas anteriores lo cual los vuelve más autónomos respecto a los aparatos clientelares. Aunque el kirchnerismo se beneficia de la eficiencia implacable de dichos aparatos, su hegemonía electoral se ha construido sobre la base del buen desempeño macroeconómico de los últimos años. Dadas esas condiciones, pecaría de miope si, en aras de cimentar algunos apoyos electorales en la periferia, dilapidara los recursos de YPF con desastrosos efectos cambiarios (y posiblemente inflacionarios) que el electorado bonaerense no tardaría en castigarle. Un gobierno que llegó al poder sobre las cenizas de un colapso económico debería saber las consecuencias de permitir algo semejante.

En ausencia de modales, priman los intereses. Si la globalización ha de coexistir con Estados democráticos, hay que entender que tanto empresas como gobiernos tienen intereses estratégicos legítimos que, inevitablemente, en algunas ocasiones chocan. Instancias judiciales que disfruten de consenso entre las partes, más que estridencias y amenazas, son algunos de los requisitos para resolver estos conflictos. Entre tanto, que sean los argentinos los encargados de demostrar que lo que a veces parece falta de modales, es más bien racionalidad.

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