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Un 'caso' peligroso y un futuro incierto

El escándalo de la quiebra de Enron y la proximidad de elecciones legislativas, prioridades del presidente para 2002

Enric González

El pueblo estadounidense quedó transido tras el 11 de septiembre y, durante meses, el país se ha unido en una burbuja de dolor. Esa situación extraordinaria está quebrándose por la fuerza de otros males más mundanos, como el paro (más de 2,5 millones de trabajadores han perdido su empleo desde que George W. Bush accedió a la presidencia) o el caso Enron. La atención general vuelve a centrarse en los asuntos internos. Como ejemplo, el discurso radiofónico que Bush pronunció ayer, como todos los sábados, no se refirió a la guerra, ni al terrorismo, sino a la educación.

2002 es año de elecciones parlamentarias, siempre las más feroces, y la unanimidad en torno a la guerra quedará acallada por el fragor de la lucha política. La campaña empieza mal para la Casa Blanca. La quiebra de Enron ha arruinado a decenas de miles de pensionistas y ahorradores y ha recordado a la opinión pública que Bush es, además de comandante en jefe, un político dado a hacer favores a las grandes corporaciones. Enron era la principal fuente de financiación de sus campañas. A cambio, le hizo una ley energética a la medida, y calló cuando supo que la compañía se hundía y arrastraba con ella, de forma fraudulenta, a una legión de ciudadanos que creían en la fiabilidad del sistema.

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En noviembre se renovarán las dos cámaras del Congreso, y Bush se juega mucho en el envite. El Senado ya es demócrata, por un voto; si perdiera también la mayoría en la Cámara de Representantes, se vería en una situación incómoda, y muy típica, por otra parte: todos los presidentes republicanos, desde Herbert Hoover (1929-1933), han sufrido derrotas en las elecciones de mitad de mandato.

La primera escaramuza, que quizá derive en un enfrentamiento largo y violento, comenzará en febrero, cuando Bush presente el borrador de los presupuestos para 2003. Los superávit heredados de Bill Clinton ya no existen. Las cuentas de Bush, que quiere incrementar sustancialmente los gastos militares, cargarán con un déficit cercano a los 100.000 millones de dólares. Eso coloca a los demócratas en una situación óptima, que ya disfrutaron con éxito en tiempos del otro Bush, el 41. En 1990, los demócratas expresaron un apoyo total al 41 en su guerra contra Sadam Husein, y a la vez trituraron su política económica, causante de lo que llamaron 'la recesión republicana'.

La estrategia funcionó estupendamente, y ahora intentarán repetirla, reforzada con el argumento de que Clinton demostró que los demócratas eran un partido capaz de gestionar la economía con la máxima solvencia. Entre los analistas financieros se teme que el enconamiento llegue hasta el punto de que no puedan aprobarse los presupuestos y sea necesario extender los actuales. Un cierre de la Administración, como el impuesto a Clinton por la mayoría republicana de Newt Gingrich, resulta difícil, pero no impensable. Las parlamentarias tienen una participación muy escasa; vota la militancia, típicamente radical por ambos bandos y deseosa de enfrentamiento abierto. La gran dificultad de Bush consiste en que no puede utilizar a fondo su popularidad en beneficio de su partido. 'Nuestro capital es perecedero, y lo sabemos', admite Karl Rove, uno de sus asesores. Bush siempre ha procurado colocarse por encima de los partidos; lo hizo como gobernador de Tejas, atrayéndose a un sector de los parlamentarios demócratas, y lo ha hecho desde que alcanzó la presidencia. Prueba de ello es que aún no ha ejercido nunca su derecho al veto.

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Otra prueba es su esfuerzo por atraerse a un tótem demócrata como el senador Ted Kennedy, con quien trabajó para sacar adelante la ley de reforma educativa y a quien califica de 'buen senador y buen hombre'. Kennedy se deja mimar, pero es demasiado viejo y astuto como para acercarse demasiado a Bush. Cuando ha llegado el momento de la verdad, el senador de Boston ha cargado, como el resto de su partido, contra la monumental rebaja de impuestos que Bush, con gran habilidad, logró extraer del Congreso cuando aún no había perdido la mayoría en el Senado.

Kennedy y el líder demócrata, Tom Daschle, afirman que el déficit se está descontrolando demasiado y que el Tesoro no puede permitirse 'devolver' 1,3 billones de dólares a los contribuyentes en los próximos 10 años. Esa rebaja, dicen los demócratas, puede moderarse, o aplazarse. 'Los demócratas quieren subir los impuestos', contraatacan los republicanos, retorciendo un poco la verdad. Cada vez que Bush entre en esa polémica, perderá alguna de sus vistosas plumas de 'comandante en jefe' y quedará tiznado de partidismo.

Su objetivo es mantener el aura de gran líder y ganar la reelección en noviembre de 2004. Como muestra de prudencia, desde el 11 de septiembre sólo ha asistido a un acto de recaudación de fondos y fue uno organizado por su hermano, Jeb Bush, gobernador de Florida. 'Era un asunto familiar, más que político', casi se disculpó el portavoz de la Casa Blanca, Ari Fleischer.

¿Pueden ganar los republicanos sin el apoyo total de Bush? Es difícil. Una victoria demócrata acarrearía, sin embargo, el descarrilamiento de la reducción de impuestos, algo que, según Bush, sólo podría suceder por encima de su cadáver. Si eso ocurriera, el 43 tendría bastantes posibilidades de fallecer políticamente en las mismas circunstancias que el 41: en el acto de tragarse una promesa fiscal incumplida.

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