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La conquista del Dorado

El crujiente, el ‘crec-crec’ de la piel o rebozo, resulta un tributo al comensal

La conquista del Dorado en la cocina es otra quimera, un intento de búsqueda y perfección en el manejo del producto, los tiempos, el fuego. Es un tributo al comensal, el aviso del estreno que llega. Un crujiente conseguido es un resultado incierto de gesto artesano, paciencia y elegancia. Es la presencia de la elaboración, la imagen primera que pretende preservar el sabor interior y, a la vez, resaltar la entidad de la materia que se perderá al comer.

El Dorado de los horneados y frituras es aquello que se expresa en el crec-crec al llegar a la boca, una sensación de estreno, un tono virginal y finalista. Si la cocción respeta la piel propia o adherida (rebozada) ayuda a concretar la transformación del producto en alimento, enaltece su contenido. El continente suele acentuar el bocado contenido.

Carnes, pescados, repostería dulce y salada al cocinarse adquieren un envoltorio, un vestido, que no disfraz, en su paso desde la naturaleza, el mercado y la despensa hasta la mesa. Su interior, el resto, el todo, no siempre es tan interesante o trascendente como el enlucido que brilla de fachada. La mejor indumentaria del alimento es la propia, la cobertura natural que expresa los límites: la lechona, el raor y las colas hojaldradas con forma de daga de ensaimadas ciertas, las galletas de aceite o de Inca, los cremadillos.

Es una arquitectura efímera que ayuda a sublimar lo fugaz
que es la comida

Sobre ensaimadas bulle en Mallorca un debate de foráneos y nativos sobre las punteras. Demos razón a Pep Quetglas con su apuesta por la de albaricoques frescos de can Salem de Algaida, que cruje y se deslía en los labios. El ojo amable de Rafael Moneo indicó la trenza de can Mateu des forn, en Sant Joan de Mallorca. Ahora que el pastelero Xisco Moranta de Sa Pobla solo dicta lecciones soberbias con tarta de higos (cristianos y de moros), algunos alemanes vitorean las que salen del horno de leña de can Terrasa de S’Alqueria Blanca, de la familia de Vivian Caoba.

Entre los curiosos y apasionados se define un deseo por estos bocados de fractura del envoltorio, que parece marginal en el plato. Curiosidad militante y actitud caprichosa, obedecen quizás a referencias biográficas, al recuerdo de otros momentos. La piel de oro del afamado raor, bien frita, jamás en rebozada, es tanto o más interesante que la pálida y mínima carne de este pez de verano y arena. En el plato se desnuda la joya sin escama, una piel que fue rosada y multicolor que flota exquisita.

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Los salmonetes fritos o la piel de la longaniza frita interesan a Emilio Manzano. El chasis de otras especies marinas bien enharinadas o empanadas con un toque de pimentón rojo es gustoso. La masticable coraza comestible con la que intenta protegerse la porcella (lechona) en sacrificio lento al calor es una de las apoteosis para este club del crec-crec. El detalle máximo que muestra la cocción adecuada del horneado son las mini-orejas del bicho, ni mineralizadas ni chamuscadas.

La cocción preserva el sabor y resalta la entidad de la materia que se pierde

Las bestias son comestibles al salir del horno pueden ser esculturas de bronce: bestiar llaman aún en Ibiza al cordero y las cabras la minoría nativa, según dos potencias distantes, el universal arquitecto de los espacios públicos Elías Torres y el hotelero del lujo de Ibiza Abel Matutes Junior que tiene negocios de Sicilia a México. Las verduras no chamuscadas ni con traje de pasta/plomo pueden alcanzar imágenes de simulación de ejemplares de la fauna del mar y la tierra. Peixos de la terra son los troncos de acelgas rebozados en la Mallorca interior y hay versión con tiras berenjena en Pollença.

Posiblemente el tope de los crujientes accesibles y reiterados es el de las puntillas de los huevos bien fritos, el bordado que surge alrededor de la clara blanca de un huevo estrellado (frito, ferrat pero no roto). La randeta (bordado) crece burbujeante en perfil casi metálico sin que cuaje la yema, en el caso de que el ojo y el pulso hayan sido educados en la virtud de los festines mínimos. Plato de interés en compañía queso de oveja tierno frito, marcado en hierro en su pátina rubia.

Las filigranas naturales son sustantivas aunque difíciles de alcanzar si desvirtuar la entidad del producto. Se trata de una arquitectura efímera contra la sublimación de lo fugaz que es la comida. Sin maquillaje ni mortaja esa pátina de piel y rebozo advierte contra la destrucción de la comida. (Asunto aparte son las tempuras de la japonización gastronómica)

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